Este ha sido el primer año en el
que realmente me he dado cuenta hasta qué punto la cultura americana se ha
enraizado en la nuestra propia, incluso restando protagonismo a tradiciones de
años y años, quizá más austeras y menos vistosas. Me refiero al ejército de calabazas que durante esta semana
se han apoderado de nuestros lugares más cotidianos: la cafetería del desayuno,
los escaparates de la zona o el supermercado.
De un día para otro, la recepción
de la guardería de mi niño se ha convertido en la entrada a una cueva tenebrosa
llena de brujas pirujas, murciélagos y telas de araña colgantes. Quizá no me
había percatado antes de esta invasión, porque no la miraba con los ojos con la
que la miro ahora, y es que, aunque soy defensora de los buñuelos de viento y de los huesos de
santo, sé que dentro de unos años claudicaré y terminaré organizando mi propia
fiesta Hallowen.
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Ni que decir tiene que mi hijo, ni
se ha inmutado al ver las guirnaldas negras y naranjas que colgaban del techo.
Para él un murciélago es una cosa con asas que puede morder, la calabaza una
pelota de color llamativo que puede hacer rodar. No entiende de calaveras, ni fantasmas. Nada de eso le daría miedo. Sin embargo, hay un objeto capaz de hacerle temblar todo el cuerpo nada más verlo, al que es incapaz de acercarse a menos de dos metros y que le ha arrancado el chillido más desgarrador y conmovedor que le he oído nunca.
¿A qué tiene miedo Nachete? A esto:
¿A qué tiene miedo Nachete? A esto:
El ratoncito motorizado a cuerda.
¡Feliz noche de Halloween!
Valentina.
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